Las dificultades que ha enfrentado Obama para conseguir un apoyo bipartidista para su paquete económico han puesto en el debate público un tema crucial: hasta dónde deben llegar las posiciones centristas en un afán de articular una coalición bipartidista.
Paul Krugman, al analizar los resultados del paquete de reactivación que apenas habían sido aprobados en el Senado y aún requerirían la negociación entre ambas cámaras, señaló: “En su conjunto, la insistencia centrista en apoyar a los que se encuentran relativamente bien, mientras se descuida a los que se encuentran más mal, se reflejará, si el paquete es aprobado, en menos empleo y más sufrimiento. ¿Cómo ocurrió esto? Culpo a la creencia del presidente Obama de que puede trascender la división partidista, una creencia que ha distorsionado su estrategia económica”. David Brooks opina diferente. Señala que Obama es una figura transformadora, pero con un mensaje convencional, y que la única manera que éste también se vuelva innovador radica en apoyarse en una red de centristas bipartidista que jugó el papel clave en modificar el paquete de reactivación económica.
Andrew Sullivan hace la pregunta clave: ¿debe Obama iniciar una jihad política contra los conservadores o los republicanos at large? Ofrece dos argumentos en contra. Primero, una reciente encuesta de Gallup en la que 67% de los ciudadanos considera que Obama está manejando bien las negociaciones sobre el paquete de estímulos, en tanto que a los congresistas demócratas sólo les conceden una aprobación de 48% y a los republicanos de 31%. Por otra parte, recuerda que durante las primarias demócratas sus partidarios le reclamaban que no fuera duro frente a la campaña negativa de Hillary. Como se demostró, haberse mantenido con la cabeza fría y con una imagen conciliatoria le permitió lanzarse en el blitzkrieg final sin perder el apoyo de sus partidarios, ganando independientes y manteniendo la unidad de su partido.
Justo aquí reside, en mi opinión, la interpretación equivocada sobre el contenido de su “centrismo”. Por un lado, se trata menos de un juego de concesiones e intercambios que de elevar la calidad, claridad y tono del debate público. Hay un componente de civilidad en el tipo de debate que impulsa. Pero también existe mucha sustancia, contrario a lo que sus críticos le han espetado. Este “centrismo” transporta una estrategia que busca destrabar el debate no para hacer concesiones innecesarias, sino para comprender los argumentos alternativos y rivales y proceder a convergencias reales movidas por una visión de largo plazo.
Esta estrategia se trasluce a partir de la trayectoria discursiva de Obama. Una frase pronunciada por Franklin D. Roosevelt en su toma de posesión es aún significativa: “Nunca en nuestra historia se ha presentado como ahora una dramática coincidencia entre la transferencia del poder y el completo colapso de un sistema y de una filosofía”.
En los 30 esa combinación, que abrió un enorme periodo de incertidumbre, también empujó a buscar soluciones inéditas. Llevó a romper con una forma de pensamiento congelado. Las políticas públicas que se enunciaron y se generalizaron durante varias décadas no salieron de la nada. Aunque el marco conceptual venía siendo elaborado por Keynes, fue sobre todo la audacia y el sentido de Estado del equipo de Roosevelt lo que permitió convertir el marco conceptual ya existente en un cuerpo de propuestas públicas.
Uno esperaría un proceso similar durante la presidencia de Obama. Seguramente después del periodo de experimentación emergerán políticas que atiendan la pérdida de empleos y de confianza de la ciudadanía, la retracción del crédito y el desplome de muchos circuitos de comercio internacional acompañado de fuertes presiones proteccionistas.
Es indispensable revisar su discurso inaugural alejados de la frivolidad de las “grandes frases”, cuya ausencia ha sido juzgada en algunos medios como prueba que Obama ha descendido de las nubes a la dura realidad de la política tal como es. En tres temas ese discurso opera rupturas conceptuales con el sistema de pensamiento conservador que prevaleció desde el triunfo de Nixon en 1968 pero que se exacerbó al final del segundo periodo de Clinton y sobre todo en los ocho años de Bush.
Uno, Obama no discute el tamaño del aparato gubernamental sino la eficacia de sus intervenciones. No debate si el mercado es una fuerza positiva o no, sino la necesidad de regulaciones. Dos, propone enfrentar la desigualdad creciente en EU con el auxilio de una idea poderosa. Ningún país prospera si sólo favorece a los que ya son ricos. Importa, más que el tamaño del PIB, el alcance de la prosperidad para todos. Tercero, en la seguridad rechaza que haya que elegir entre ésta y mantener los ideales.
Estas rupturas están sustentadas en una convicción que representa el puente discursivo entre el Obama candidato y el Obama presidente. Dice: lo que no entienden los cínicos es que el terreno que pisan ha cambiado.
El hilo conductor del discurso de Obama es el concepto de corresponsabilidad. Aunque reconoce que la economía se ha debilitado como consecuencia de la codicia de algunos, subraya la “incapacidad colectiva para tomar decisiones difíciles y preparar a la nación para una nueva era”. Apela, a partir de la idea de corresponsabilidad, a los audaces. Los ilustra con los migrantes, los colonizadores y los soldados. Llama a reconstruir EU. ¿Qué quiere decir por ello? “El fin al inmovilismo, a proteger estrechos intereses y a aplazar decisiones desagradables”.
Para entender su centrismo también es indispensable reconocer el contexto de la campaña presidencial y del inicio del nuevo régimen, que puede resumirse en rabia, desigualdad y minorías.
Rabia frente a la guerra de Irak porque ha llevado a la muerte, a incapacidades y a una enorme sangría económica. Rabia también por la crisis económica que ha devenido en recesión e inflación, golpeando esta economía —que depende fuertemente de la confianza de los consumidores— en el centro de su orgullo y estabilidad.
En las tres décadas recientes ha habido además un cambio radical: 80% de la ganancias netas en el ingreso han ido a los bolsillos del 1% de la población. La percepción de que hay un trato desigual e injusto en favor de los más ricos está anclada en la política grotesca de reducir los impuestos al 5% más rico y disparar el gasto militar.
El tercer elemento son las modificaciones socioeconómicas y demográficas que están haciendo de EU un país de múltiples minorías. Primero las étnicas. La población latina es la mayor, con 45.5 millones (15% del total). De hecho, una de cada tres personas en EU pertenecía a alguna minoría étnica. Si buscamos en las minorías sexuales, religiosas o familiares, seguramente descubriríamos que este país tiende a ser cada vez más un muy heterogéneo conjunto de minorías.
Mucho del estilo de gobernar presumiblemente girará en torno al papel de la ciudadanía en la participación política, en asegurarse la rendición de cuentas de los políticos y en la corresponsabilidad de gobierno y ciudadanos. Para ello necesitará el nuevo liderazgo poner en el centro a las ciudadanas y a los ciudadanos en lugar de al 1% más rico de la población. Y se requerirán decisiones durísimas contra el consumismo y el endeudamiento desenfrenado. Sea en el uso de tarjetas de crédito, del crédito hipotecario, del automóvil, en el desperdicio de alimentos. Aquí hay decisiones fundamentales que separarían a un típico populista estadounidense de otro tipo de líder.
De ser así, el centrismo de Barack Obama será una pedagogía para el debate público de los grandes temas nacionales y para el diseño de políticas innovadoras, frente al monopolio indolente compuesto de recriminaciones y negociaciones en lo oscurito, que la clase dirigente ha erigido para mantener el statu quo.
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