NUEVA SOCIEDAD NRO. 144 JULIO-AGOSTO 1996
Norbert LechnerLa preocupación prevaleciente por la transición democrática
hace perder de vista que la misma política se encuentra en
transición. A raíz de la a antinomia autoritarismodemocracia,
tan presente en toda América Latina, la atención
se centra en la transición hacia la democracia y en los
obstáculos a dicha transición; se toma a la democracia como
el punto de llegada, dando por sentado un destino fijo y
unívoco. Una vez conquistados ciertos elementos mínimos
del régimen democrático, la teoría democrática se vuelve
extrañamente inocua para dar cuenta de los nuevos retos.
Percibimos que no es lo mismo tener democracia que gobernar democráticamente.
La atención se desplaza a la política para descubrir que el gobierno democrático
parece obedecer a criterios diferentes al credo democrático. Una cosa es la
democracia como sistema normativo de organización y legitimación del poder
político y otra cosa el abigarrado campo de las dinámicas, interacciones y
constricciones en que se deciden (o no se deciden) las políticas democráticas. La
política democrática tiene que ver no sólo con quién y cómo se decide, sino
igualmente con la forma en que está organizada determinada sociedad y la forma
con que concebimos y percibimos la intervención política en la vida social. Es decir,
no podemos analizar los problemas y desafíos de una política democrática en
nuestros países sin tener en cuenta las condiciones sociales e históricas en las
cuales tiene lugar.
También en los países latinoamericanos actúan en mayor o menor grado un
conjunto de megatendencias que están configurando un nuevo contexto. El
* Este artículo es una revisión de «Por qué la política ya no es lo que fue», aparecido en Nexos Nº216, 12-1995, México.
predominio absoluto de la economía capitalista de mercado y los procesos de
globalización, el colapso del comunismo y del sistema bipolar, el
redimensionamiento del Estado, el nuevo «clima cultural» y la misma
preeminencia de la democracia liberal, conforman un nuevo marco de referencia
para cualquier política. No se trata, empero, de un simple marco de condiciones
externas. Cabe suponer, por el contrario, que cambia no solamente el contexto de la
política sino la política misma; de la cual conviene, pues, someter a revisión
nuestra concepción.
Por largo tiempo, prevaleció una visión estática de la política que contrasta con la
fácil distinción entre diversos estilos artísticos o incluso de estilos de desarrollo
económico. A la luz de una idea a la vez inmutable y difusa de la política, se
prestaba gran atención a los cambios políticos, pero no a los cambios de la política.
Es hora de analizar los cambios en la manera de hacer y de pensar la política. La
tesis central del trabajo consiste en argumentar que las grandes transformaciones
en curso conllevan una transformación de la propia política. A continuación llamo
la atención sobre algunos de los factores.
Antes, sin embargo, no está de más señalar dos advertencias. Se trata de una
descripción muy esquemática que pretende resaltar algunas tendencias generales,
pero que requiere múltiples matizaciones respecto a los factores mencionados y su
vigencia en los diversos países latinoamericanos. No me refiero a mutaciones
radicales que de golpe cambien la faz de la sociedad; los cambios suelen ser
cuestión de grados, de mayor o menor énfasis, pero tales mudanzas acaso menores
en ritmos y tonalidades son las que hacen la melodía. Es igualmente obvio, por
otro lado, que los cambios señalados implican riesgos y oportunidades. Conllevan
amenazas para las frágiles democracias de la región, pero también abren nuevas
opciones para una profunda reforma de la sociedad.
La nueva complejidad social
Las sociedades contemporáneas, incluyendo las latinoamericanas, están viviendo
un profundo proceso de diferenciación social y funcional. La industrialización y
urbanización de nuestros países producen una continua diferenciación de la
estructura social que disuelve el rígido orden jerárquico de clases y estamentos y
establece múltiples roles para cada individuo. A la diferenciación social, operando
de larga data, se añade ahora la diferenciación funcional de los diversos campos o
«subsistemas» sociales - economía, derecho, arte, ciencia, etc. - que adquieren
creciente autonomía, con racionalidades específicas y difícilmente conmensurables
entre sí. La nueva complejidad social conlleva dos consecuencias cruciales para
nuestro tema. La pluralidad de espacios más y más autónomos, regulados por
criterios contingentes y flexibles, segmenta los intereses materiales y mina los
principios universales y las creencias colectivas que servían de anclaje a las
identidades colectivas. Estas se diluyen en un sinnúmero de pequeñas «tribus»
transitorias entre las cuales los individuos deambulan como nómadas
compartiendo en cuotas segmentadas los intereses y las emociones del respectivo
grupo. Por otra parte, la multiplicación de «lógicas» específicas debilita la
«unidad» de la vida social a un punto tal que la sociedad carece de noción de sí
misma. Luhmann y otros advierten el advenimiento de una sociedad sin centro, o
sea sin un núcleo rector que coordine y regule los distintos «subsistemas» de la
vida social. Nuestras sociedades despliegan una diversidad radical que acentúa la
anterior «heterogeneidad estructural». Ello plantea un problema fundamental de
nuestra época: el cuestionamiento del Estado y de la política como instancias
generales de representación y coordinación de la sociedad.
En este contexto se vislumbran dos transformaciones profundas de la política. En
términos de espacio social, se encuentra en entredicho su centralidad. La nueva
diversidad estructural pone en jaque la función integradora de la política, que
pierde fuerza como vértice ordenador de la sociedad. En la medida en que una
coordinación policéntrica acota el ámbito de la política como instancia
coordinadora de los procesos sociales, queda por redefinir no sólo el lugar sino el
valor mismo de la política. Vale decir: ¿para qué sirve la política y qué podemos
esperar de ella? Puesto que ya no opera como instancia unificadora de la vida
social, al menos puede articular las diferencias. Pero tal construcción de un «orden
de diferencias» también es problemático si consideramos, por otro lado, la
dimensión temporal. Si los diferentes campos sociales obedecen más y más a
racionalidades propias y diferenciadas, ello implica que también desplegarán
dinámicas específicas. Es en este sentido funcional (y no sólo de espacios
regionales) que nos acercamos a una «sociedad a múltiples velocidades». De ser
así, la política no sólo no marca el ritmo del desarrollo social sino que,
estructuralmente, se encuentra desfasada con las dinámicas de otras áreas sociales.
En lugar de pensar en una «correspondencia» entre desarrollo político y desarrollo
económico, cultural, tecnológico, etc., habría que asumir una asintonía estructural
entre los diferentes campos.
Sociedad de mercado y nueva sociabilidad
El mercado no es algo nuevo en América Latina, pero sí la gravitación social que
adquieren sus mecanismos. Los países latinoamericanos tienen no sólo una
economía capitalista de mercado, sino que se dirigen con pasos más o menos
grandes hacía una sociedad de mercado; o sea, una sociedad con normas, actitudes y
expectativas conformes al mercado. La mercantilización de las más diversas
relaciones sociales moldea un nuevo tipo de sociabilidad. Prevalece el cálculo
racional-instrumental del intercambio mercantil - el «toma y daca» del mercado (el
do ut des del derecho romano) - imprimiendo a las relaciones sociales un sello más
individualista-egoísta. No es casual que, cuando todo parece transable, el dinero se
constituya en el «equivalente general» de todos los bienes, relegando al ámbito
privado consideraciones de amor, amistad, solidaridad. A la vez, tiene lugar
precisamente un proceso de privatización, un retiro hacia «lo privado» como esfera
privilegiada de la vida social. Tal desplazamiento puede ser visto como causa y
efecto de la interpelación neoliberal a los intereses individuales, rompiendo con la
tradición comunitaria creada en torno al ámbito y los bienes públicos.
El cambio de sociabilidad, más visible en las grandes ciudades, señala un
desplazamiento mayor: la reestructuración de la relación entre esfera privada y
pública. Actualmente, el ámbito público tiende a ser mucho menos determinado
por la política que por el mercado. Vale decir, lo público ya no es primordialmente
el espacio de la ciudadanía; en cambio, el mercado adquiere un carácter público y
sus criterios (competitividad, productividad, eficiencia) establecen la medida para
las relaciones públicas. Por supuesto, no se trata de un vuelco total y el proceso
debe ser matizado. El hecho es que cuando todos los límites establecidos se ven
cuestionados, también la frontera entre lo público y lo privado se difumina.
Vemos, por otra parte, que múltiples asuntos que formaban parte del mundo
privado ahora ganan visibilidad pública: desde la condición de género, la
identidad étnica o las preferencias sexuales hasta la indefensión del consumidor en
el mercado. Es decir, la agenda pública comienza a estar teñida de experiencias
privadas, haciendo valer la dimensión política de la vida cotidiana.
Todo ello parece indicar cierta redefinición de la ciudadanía. Su ejercicio ya no
queda restringido al ámbito público y, en cambio, se nutre de una subjetividad
que, a su vez, tampoco queda recluida al fuero interno y, por el contrario, se
incorpora al debate público. Se trata de un proceso incipiente, pero torna visible la
diferencia con la democracia liberal. Mientras ésta se apoya en la escisión entre
citoyen y bourgeois, donde la igualdad de los ciudadanos prohíbe la discriminación
según raza, sexo, religión, ahora la cultura étnica, la identidad sexual o las
prescripciones religiosas integran los estatutos de identificación ciudadana.
Nueva relación entre Estado y sociedadFrente a la preeminencia avasalladora del mercado conviene recordar la paradoja
neoliberal: los casos exitosos de liberalización económica no descansan sobre un
desmantelamiento estatal sino, muy por el contrario, presuponen una fuerte
intervención del Estado. Pero ya no se trata del anterior modelo estatal; en mayor o
menor medida tiene lugar una reforma del Estado sobre la base de reducir las
empresas públicas, reorientar las políticas sociales, descentralizar y desburocratizar
al aparato estatal, racionalizar la gestión pública y una reglamentación frondosa,
en fin, incrementar la eficiencia económica de la acción estatal. Todo ello
redimensiona el papel del Estado y, en particular, de las políticas públicas; éstas ya
no se refieren tanto a la integración social como a la «competitividad sistémica» del
país en los mercados mundiales. Me parece importante resaltar este giro
(impulsado por la victoria absoluta de la economía capitalista de mercado y la
menor amenaza nuclear) que por ahora caracteriza la política; toda decisión
política se encuentra, por así decir, «sobredeterminada» por su eventual impacto
económico. La misma prioridad atribuida a las funciones económicas, sin embargo,
inhibe ver otras dimensiones. Al enfocar exclusiva y unilateralmente la relación
entre Estado y mercado se escamotea el problema de fondo: la nueva relación de
Estado y sociedad. Quiero decir: las profundas transformaciones de la sociedad
latinoamericana requieren un nuevo tipo de Estado. El mencionado proceso de
diferenciación pone en duda al Estado en tanto «síntesis de la sociedad civil»
(Marx). ¿Cómo llevar a cabo la unificación (normativa, simbólica, lingüística) de la
vida social de cara a la creciente diversidad?
Bien visto, la reorganización estatal supone una redefinición, una nueva
concepción del Estado. Ni el viejo estatismo ni el nuevo antiestatismo ofrecen una
perspectiva adecuada. Me parece más fructífero asumir las transformaciones en
curso como punto de partida para reformular los objetivos. En realidad, el doble
movimiento - diferenciación de la sociedad y redimensionamiento del sector
público - plantea amenazas a la integración social, pero también oportunidades
para una profunda reorganización social. De hecho, los procesos en marcha limitan
tanto el exceso de demandas dirigidas al Estado como su propia intervención
indiscriminada. En este sentido, un papel más acotado del Estado puede favorecer
una mayor autonomía de los ciudadanos. Señalo la tendencia con suma cautela
porque observo una apología del ciudadano autónomo y racional que, en el fondo,
repite la utopía del mercado. Dicho con prudencia, existen condiciones favorables
(no sé si necesarias y suficientes) para «ciudadanizar» la política, desplazando su
eje del ámbito estatal al ciudadano. Existe, en buenas cuentas, la oportunidad de
reformular las metas de una reforma y apuntar a un Estado concebido como la
comunidad de ciudadanos. Tal perspectiva permite conciliar la tradición liberal,
haciendo hincapié en los derechos ciudadanos de cara al poder estatal, con la
tradición comunitarista que valora al Estado como totalización simbólica de la
comunidad. De hecho, es notorio por doquier el desarrollo de una nueva
conciencia de los derechos ciudadanos, de la dignidad del ciudadano(a) y, en
definitiva, de la ciudadanía como fundamento de la acción estatal. Queda
pendiente empero, cómo tal exigencia de una relación «adulta» entre ciudadanos y
su Estado se traduce en instituciones y estilos políticos.
Nuevos procesos de comunicaciónLa preeminencia de la palabra, de los grandes relatos y aun de los discursos
políticos ha sido desplazada en años recientes por la imagen. Vivimos inmersos en
una cultura de la imagen que altera la idea que nos hacemos de la política. Para
bien y para mal, ya no podemos pensarla al margen de la televisión. Cuando el don
de la palabra es restringido por el manejo de la imagen, cambian las estructuras
comunicativas sobre las que se apoyan tanto las relaciones de representación como
las estrategias de negociación y decisión. Los dispositivos del marketing no
reemplazan, pero modifican la deliberación ciudadana. Mientras que los políticos
compiten denodadamente por la atención, siempre limitada, del televidente, éste
ha de enfrentar mudo una invasión de estímulos. Fragmentada en miles de
instantáneas inconexas, la política ha de ser reconstruida como un caleidoscopio de
flashes. Existe una sobreoferta de información que no hace sino resaltar la erosión
de los códigos de interpretación. Ello nos remite a los desafíos que enfrentan las
culturas políticas.
Más allá de su impacto estrictamente político, la televisión ilustra la
descomposición de las claves con que habitualmente interpretamos el mundo. Una
catarata de imágenes fugaces y repetitivas diluye la realidad a la vez que la vuelve
avasalladora. El desconcierto de nuestro «sentido de realidad» refleja el
redimensionamiento de las nociones de espacio y tiempo. Por un lado, una
comunicación planetaria cuestiona el provincianismo reinante y los límites
establecidos, abriendo nuevos horizontes y, por ende, nuevas opciones.
Simultáneamente, no sólo difumina la frontera entre espacio privado y espacio
público; además, la globalización de las comunicaciones desterritorializa el
universo simbólico, poniendo en entredicho los sentimientos de pertenencia y
arraigo. Por otro lado, la televisión refleja bien la aceleración del tiempo en nuestra
época. Un ritmo más y más vertiginoso consume vorazmente cada instante. No hay
otro tiempo que el tiempo presente, un presente omnipresente. Ya no hay tiempo
para procesos de aprendizaje y maduración; los plazos se acortan y sólo aceptan
metas cercanas. La misma política se retrotrae a lo inmediato, sin lograr elaborar
horizontes de futuro compartido.
De las muchas y complejas consecuencias de esta reestructuración destaco sólo un
aspecto. Cuando la gente ya no comparte nociones similares de espacio y tiempo o,
más exacto, cuando se ensancha desmesuradamente la brecha entre los diversos
grupos sociales con relación a sus respectivos horizontes temporales y referentes
espaciales, se hace más difícil la conformación de un sentido común. Se resquebraja
el piso de «evidencias» compartidas acerca de lo que es «normal y natural» sobre el
cual se levanta la comunicación cotidiana y, en concreto, el debate político. Se
acentúan las tendencias centrífugas favoreciendo un escenario babélico en el que
cada actor tiene su propio lenguaje sin entender a los demás. En caso que lleguen a
cristalizar tales racionalidades particulares, sin denominador común, el valor de las
instituciones y de cualquier regla de juego deviene precario, incitando conductas
no institucionales. Ello ayuda a comprender los obstáculos que enfrentan hoy en
día los actores políticos en la elaboración de consensos y, por tanto, en la
construcción de vinculaciones recíprocas mediante las cuales enfrentar en conjunto
los avatares del futuro.
Es notorio el desarrollo de una nueva conciencia de los derechos ciudadanos, de la
dignidad del ciudadano(a) y de la ciudadanía como fundamento de la acción
estatal.
Las nuevas incertidumbresBasta recordar la infancia tan cercana, todavía marcada por pautas rurales y
frecuentemente señoriales, para vislumbrar la rapidez y magnitud de los cambios
sociales ocurridos en los últimos años. Continuamente se vienen abajo las
interpretaciones que tan esforzadamente elaboramos al punto que al final ya no
sabemos qué es lo que en realidad vivimos. La realidad titila cual fata morgana y
aun su violencia más dolorosa levita como una pesadilla aterradora y a la vez
incierta. Quiero decir, la vida pierde sus límites claros y precisos y, usando una
expresión del novelista Javier Marías, descubrimos que estamos hechos en igual
medida de lo que fue y de lo que pudo haber sido. Somos también lo que no hemos
sido. Si resulta costoso hilvanar una biografía hecha de tan diversos retazos, tanto
más arduo es aseverar quiénes somos «nosotros». Las identidades colectivas se
fragmentan a la par con la disgregación de los valores y hábitos, las creencias y
experiencias que estructuraban la trama social. El proceso de secularización
descompone las religiones y, por ende, las respuestas heredadas a los interrogantes
básicos de la vida. Predomina una situación de desamparo en que las certezas
tradicionales se desmoronan, se diluyen los anclajes simbólicos y las ataduras
normativas pierden obligatoriedad sin reemplazo. Entonces los individuos,
abandonados y aislados, se aferran fanáticamente a las verdades históricamente
sedimentadas como «naturales»; o bien, elaboran arreglos ad hoc que sirvan de
refugio provisorio mientras buscan un destino verosímil. Ni así los cambios dan
tiempo a que se consolide algo duradero. En suma, reina la incertidumbre. A las
viejas incertidumbres que plantea la vida, las transformaciones en curso, más
cargadas de amenazas que de promesas, agregan nuevas incertidumbres,
generando ese clima de temor difuso en que todo es posible y nada pasa (todavía).
Se trata de un clima o ambiente indeterminado en que nada es previsible y, por lo
mismo, cualquier cambio causa alarma.
En tal situación adquieren supremacía dos consignas siempre presentes en política.
Por un lado, la anterior demanda de cambio social es relegada por la demanda de
estabilidad. Ya no se trata tanto de revolucionar estructuras anquilosadas como de
exorcizar la sensación de lo efímero y asegurar algo perdurable en el tiempo.
Cuando todo se mueve y ningún movimiento es previsible, la creación de
referentes firmes resulta indispensable para evitar el vértigo y desarrollar
conductas mínimamente predecibles. Por eso, en países con elevada tasa de
inflación o violentos vaivenes políticos el deseo de estabilidad prevalece al punto
de desplazar otras preferencias, incluyendo las mejoras económicas, a un rango
secundario. La misma democracia ha de justificarse por sobre todo como un orden
calculable, o sea de conflictividad acotada. Más que en la época anterior, la
estabilidad representa un prerrequisito de la acción política y, en definitiva, una
condición básica de racionalidad. Por otro lado, se agudiza la demanda de protección.
Sea cierto o no el incremento de la criminalidad o del costo de la vida, en todo caso
crece el sentimiento de amenaza a la integridad física y seguridad económica. Pero
los riesgos no son sólo materiales; tras la violencia y la guerra, el sida y el
desempleo, rápidamente se sospecha de fuerzas oscuras. La percepción de
inseguridad se potencia en un clima de incertidumbre que, finalmente, sólo se
apacigua con certezas. La demanda de protección apunta tanto a las condiciones
materiales de vida como a la seguridad simbólica y normativa. Al fin y al cabo, se
requiere de ciertos criterios por sobre toda sospecha para manejar la vida
cotidiana.
Se trata de demandas poderosas, pero sin contenido ni destinatario preciso. Ambas
invocan la política en tanto instancia garante del orden. El sistema político se ve
pues confrontado a exigencias que las instituciones y los procedimientos
democráticos no suelen procesar, al menos en términos explícitos. No basta
entonces aducir una «sobrecarga» del régimen democrático; hay que encauzar tales
demandas so pena de que desencadenen «soluciones» no políticas. Ello nos remite
a un último aspecto.
Las transformaciones de la políticaFinalmente cabe mencionar en este breve recuento las transformaciones de las
instituciones políticas y, en particular, de la misma política. En parte por las
razones antes mencionadas, en parte por dinámicas internas, la política ya no es lo
que era. Un rasgo sobresaliente ya fue mencionado: el descentramiento de la política.
Vale decir, se debilita el lugar central que la política ocupara en la organización
social. La política institucionalizada ve restringido su campo de maniobra porque
son más limitados los recursos disponibles y más arriesgadas las apuestas acerca
de los resultados previsibles de una decisión (o sea, más difíciles de determinar las
opciones viables). Pero además se restringe la capacidad política de intervenir en
otras áreas porque éstas obedecen más y más a cánones específicos que escapan al
control de la «lógica» política. ¿Qué asegura la «unidad» de la vida social en tanto
sociedad? Existen mecanismos de interdependencia e integración sistémica, por
cierto, pero nada dicen acerca de la dirección que toman las dinámicas. La
capacidad de conducción política se encuentra así en entredicho en el momento
mismo en que se vuelve más acuciante la pregunta ¿hacía dónde vamos?
Ilustrativo de ello son las dificultades de la política no sólo por decidir el rumbo
del desarrollo económico o científico-tecnológico sino, en general, por definir un
proyecto de futuro para el país.
La pérdida de centralidad va acompañada de una informalización de la política.
Quiero decir, la política realmente existente desborda las relaciones formalizadas
del sistema político, permeando los límites entre lo político y lo no político.
Ejemplos de ello son las redes informales entre instancias gubernamentales y
actores sociales o la reformulación de los derechos ciudadanos a partir de la esfera
civil. La informalización acorta la distancia entre política y sociedad, pero
simultáneamente provoca cierto vaciamiento de las instituciones políticas. Ellas ya
no escenifican las grandes alternativas acerca del desarrollo nacional; ahora los
clivajes se desmigajan en múltiples microdecisiones tomadas ad hoc. Ello da lugar a
una situación paradojal: la nueva complejidad de los procesos sociales produce
una fuerte demanda por conducción política, al mismo tiempo que dificulta
elaborar políticas de Estado que condensen consensos a largo plazo.
En este contexto hemos de situar a quienes son los agentes privilegiados de una
política democrática: los partidos políticos. Estos viven por doquier,
indistintamente de su signo ideológico, una fase crítica de redefinición pues
carecen de discurso y de estrategia de cara a las grandes transformaciones en
marcha. Se han quedado sin discurso en tanto interpretación global que permita
ordenar la realidad en un panorama inteligible y estructurar la diversidad de
intereses y opciones en torno a algunos ejes básicos. Carecen no sólo de «discurso
ideológico» sino igualmente de «discurso programático» en tanto propuesta de
futuro. Con la aceleración del tiempo y el consiguiente desvanecimiento del futuro,
les resulta difícil elaborar un proyecto de país que aglutine y canalice las energías
en determinada perspectiva. Parafraseando una conocida tesis de Downs, se
podría afirmar que los partidos no ganan elecciones para llevar a cabo sus
programas; formulan programas para ganar las elecciones y una vez en el gobierno
verán día a día lo que pueden hacer. No corresponde, empero, culpar a los
partidos; ellos sólo expresan de manera especialmente cruda la perplejidad de
estos tiempos. En períodos dominados por la contingencia son muchas las
dificultades en diseñar estrategias razonablemente consistentes. Bajo las nuevas
condiciones, los partidos y, mucho más el gobierno, están obligados a ser
sumamente flexibles en la selección de sus metas y acotar los resultados
intencionales a los breves plazos previsibles, renunciando a líneas de acción de
más largo alcance. Ni las «planificaciones globales» ni las «alternativas globales»
tienen asidero (lo cual no elimina tales intentos). La fuerza de los hechos acota las
opciones viables y, por tanto, favorece estrategias de conflicto limitado. Las
decisiones acerca de lo que es y puede ser el orden social siguen siendo políticas,
pero se restringe el campo de lo políticamente decidible.
Ello no elimina las diferencias interpartidistas, pero les hace más difícil a los
partidos tener un perfil nítido. De allí un sinfín de polémicas y polarizaciones
artificiales que minan la de por sí débil identificación ciudadana. Cabe entonces
interrogarse acerca de la forma tradicional del partido político. Considerando las
tendencias prevalecientes parece necesario adecuar las modalidades organizativas
para articular las relaciones de cooperación y competencia tanto al interior del
partido y del sistema de partidos como en relación con el gobierno. Falta revisar,
por otra parte, la inserción social de los partidos. Su legitimación depende, en
buenas cuentas, de su capacidad de armonizar el nuevo protagonismo de la
ciudadanía con el carácter representativo de la democracia, configurando una
relación «adulta» entre lo que los ciudadanos esperan de la política democrática y
lo que ella puede ofrecer al ciudadano.
A modo de conclusiónHe reseñado algunos de los elementos que me hacen pensar en una transformación
de la política. Al enfocar dicha transformación salta a la vista el desfasaje entre las
imágenes estáticas que tenemos de la política y las nuevas modalidades del
quehacer político. Tal desajuste es en parte inevitable, pero tiene efectos
inconvenientes. Por un lado, crea falsas expectativas acerca de lo que la política
puede hacer y distorsiona las «medidas dadas» con las cuales evaluamos el
desempeño político. Por el otro, la acción política se guía por imágenes obsoletas o
criterios de orientación inadecuados y, por tanto, no está en condiciones de
discernir los objetivos factibles y de ver las nuevas oportunidades. Ello conduce a
esa aparente ausencia de alternativas que caracteriza nuestra época. No deja de ser
desconcertante, en efecto, que precisamente en nuestro tiempo, lleno de cambios,
parecería no haber otra opción que «más de lo mismo». Ahora bien, el desconcierto
no es atenuante en política y, por el contrario, obliga a una reflexión más aguda.
En el fondo, necesitamos una redefinición de la política; no en el sentido de una
definición taxonómica, sino de una comprensión más cabal de la(s) «lógica(s)» que
condicionan la acción política en nuestras democracias. Un paso inicial hacia la
elaboración de una nueva concepción de la política consiste, a mi entender, en
precisar las principales tendencias en juego. A modo de conclusión y de
prospectiva pongo a discusión dos posibles ejes estratégicos. Pienso, en primer
lugar, en los procesos de diferenciación funcional que, bajo el impacto de la
globalización, hacen saltar en añicos la antigua «unidad» de la sociedad. Por otra
parte, la vida social no puede prescindir de mecanismos de cohesión social.
Transformar la diversidad fáctica en una pluralidad democrática supone un
ordenamiento: un orden articulado de las diferencias. A la luz de esta tensión
irreductible entre diferenciación e integración social me pregunto por el locus o
estatuto de la política como instancia central de representación y coordinación de
las relaciones sociales. ¿En qué medida y de qué forma puede la política
democrática cumplir el papel de ámbito articulador de procesos tendencialmente
autónomos?
Tal fragmentación me hace pensar, en segundo lugar, en una asintonía estructural
entre la política y otras esferas de la vida social. Me refería arriba a las «sociedades
a velocidades múltiples» que, según parece, ya no son sincronizadas por la política.
Vale decir, los procesos políticos ya no pueden ser enfocados «en correspondencia»
con los procesos económicos, culturales, tecnológicos, etc., sino que deberían ser
analizados acorde a sus propios ritmos. Considerando esas dinámicas particulares,
¿en qué medida y mediante qué mecanismos existe todavía alguna sintonización
política de los distintos tiempos sociales?
Valgan estas alusiones tentativas para insinuar el tipo de reflexiones y
exploraciones que me parecen necesarias para renovar nuestras formas de pensar y
de hacer política.