Carlos Monsiváis
27 de abril de 2008
Miguel Székely, subse- cretario de Educación Media Superior de la SEP, ha dado a conocer datos y actitudes de la Primera Encuesta Nacional de Exclusión, Tolerancia y Violencia en Escuelas Públicas de Nivel Medio Superior, realizada por el Instituto Nacional de Salud Pública. Entre los resultados más relevantes (en un sentido): cerca de 54% de los estudiantes de las preparatorias públicas no admitiría compartir clases con estudiantes enfermos de sida, 52.8% rechazó la convivencia con alumnos homosexuales y a 51.1% le incomodan los discapacitados en el salón público. Además, cuatro de cada 10 no aceptan compañeros indígenas ni de ideas políticas diferentes o de otras religiones.
Se encuestó a 13 mil 104 estudiantes de 15 a 19 años de edad inscritos en la preparatoria de los subsistemas federales, estatales y autónomos.
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Otras revelaciones (que tal vez no lo sean tanto): según 16.3% de los estudiantes, la violencia forma parte de la naturaleza humana (esta cifra no es muy elevada, uno esperaría que dado el nivel escolar, 99% supondría eso aun si jamás hubiese estudiado historia), 16% justifica la agresión cuando sucede un robo, y 13% afirma que los hombres les pegan a las mujeres por instinto. (De nuevo, la cifra es tímida si se toman en cuenta las estadísticas de la violencia intrafamiliar).
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¿Qué es en el contexto de esta encuesta la intolerancia? Entre otras cosas:
—El miedo al “contagio anímico” o al contagio físico (sin bases médicas).
—La certeza de que la educación familiar, de clase y de región, carece de juicios erróneos.
—El creer que el mal radica en los otros, los que viven en la otredad.
—La confianza en que el encuestado o la encuestada carece de prejuicios y sólo se maneja con juicios irrefutables.
—La reafirmación de las condenas históricas y/o atávicas dirigidas contra homosexuales, lesbianas, “subversivos”, enfermos “malignos”, (el sida en los medios del fundamentalismo católico es antes que otras cosas una enfermedad moral), indígenas (los que de fijo no la hacen porque sus padres no la hicieron y sus hijos no la harán).
—La sensación (prevaleciente en un buen número) de que las encuestas, al ser anónimas, son ocasión de exhibir las virtudes públicas, cuyo catálogo se desprende de los sermones de obispos y curas, de las sobremesas familiares y del ejercicio del chiste que se encarniza con los diferentes. Sin embargo, me parece por las evidencias numerosas, que en los grandes centros urbanos, sólo una minoría adapta su vida cotidiana a lo que se proclama en las encuestas, pero que si no se expresara con esta rudeza se sentiría alumbrado por sospechas de complicidad o de algo más que eso: “Así que no te disgustan los homosexuales, así que convives con los pinches nacos o los pinches aleluyas”.
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—Las encuestas son, en enorme mediada, afiliaciones y búsquedas de ingreso a los “criterios dominantes” y son también afirmaciones que admiten otras lecturas más positivas. Por ejemplo, 47.2% de los estudiantes de hoy acepta convivir con gays. ¿Se hubiese registrado un índice de tolerancia tan amplio hace 20 años? Hace medio siglo la pregunta misma habría sido inconcebible.
—Algunas preguntas carecen de la especificidad suficiente. Por ejemplo, ¿cómo se identifica a un homosexual en las preparatorias, tal vez por una “señal de Caín rosa en la frente”? En rigor, lo que se indaga de manera tajante es: “¿Aceptarías de compañero a un travesti o a un afeminado evidente?”, es decir, “¿te arriesgarías a verte confundido con un marica o a que se te pegaran sus modales?”. También sucede lo mismo con las enfermedades de VIH, indetectables de no llevarse un aparato de verdades fisiológicas en la mano. Así, la pregunta se acorta: “¿Te causa irritación o repugnancia lo que no tiene capacidad para ocultarse?”.
—Por su misma condición de respuestas anónimas, las de las encuestas dejan a los encuestados frente a la noción de sí mismos que asumen en pro o en contra de las fuerzas que juzgan dominantes. Así, invariablemente, se contesta desde la tradición o en su contra, desde la modernidad tal y como esparcen las industrias culturales o en su contra, desde la continuidad de las opiniones del núcleo familiar y social o en su contra. Más que la verdad disponible se presenta la actitud ante los criterios de la modernidad científica y ante la tolerancia instalada. Así, la encuesta comentada exhibe el apego de una mayoría social a los criterios tradicionales todavía operantes. El fundamentalismo, declaración de resistir lo que se pueda a la modernidad.
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¿Aún es la mayoría de la sociedad mexicana homófoba, racista, fundamentalista religiosa, presa del pánico moral? Probablemente sí, aunque ya no del modo pertinaz de medio siglo. Hay pruebas de la consolidación del atraso: el racismo antiindígena persiste y allí están las “reservaciones”, se asesina a dos jóvenes oaxaqueñas de las radios comunitarias y la respuesta social es mínima; no disminuyen los crímenes de odio por homofobia y, por ejemplo, en los meses pasados en Guanajuato se asesinó a dos travestis por el mero hecho de serlo, y dos adolescentes mataron a pedradas a otro, “porque les molestaba su homosexualidad”; aún se sostienen, y con resultados trágicos, grandes prejuicios sobre el sida en la vida familiar y social y los servicios de salud, y basta consultar al respecto el desabasto de medicamentos en hospitales y centros médicos; hay gobernadores como el de Jalisco que ostentan su homofobia como medallita milagrosa, y el procurador de Justicia de Guanajuato, un Sherlock Holmes instantáneo, al declarar sobre los asesinatos de los jóvenes travestis, sentencia antes de revisar expediente alguno: “Seguramente se trata de un crimen pasional.”
Al mismo tiempo, es innegable el avance de la tolerancia, una de las señales inequívocas del poder de la secularización. Las minorías se organizan, marchan a varias ciudades, le exigen a las autoridades de salud, trascienden el prejuicio con la exigencia de sus derechos, desafían el racismo.
Más allá de las encuestas, útiles pero nunca definitivas, se despliega el avance de la sociedad.
Escritor
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